Bailén, de Benito Pérez Galdos
En octubre-noviembre de 1873, Pérez Galdos finaliza el cuarto libro de la primera serie de los Episodios Nacionales titulado Bailén.
El pueblo donde paramos a eso de las
ocho de la mañana era Villarta, y dejando allí nuestros machos, tomamos
unas galeras que en nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas
que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la rapidez de los
vehículos en aquellos felices tiempos! Cuando entrábamos en esta villa
al caer de la tarde distinguimos a lo lejos una gran polvareda,
levantada al parecer por la marcha de un ejército, y dejando los
perezosos carros, entramos a pie en el pueblo para llegar más pronto y
saber qué tropas eran aquellas y a dónde iban.
Allí supimos que eran las de general
Ligier-Belair, que iba a auxiliar al destacamento de Santa Cruz de
Mudela, sorprendido y derrotado el día anterior por los habitantes de
esta villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego, y una vez que
los franceses desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a
auxiliar a los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido
combate. Dormimos en Manzanares y al siguiente día, no encontrando ni
cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la
Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí se
referían.
Transitaban constantemente por el
camino paisanos armados con escopetas y garrotes, todos muy decididos, y
según la muchedumbre de gente que acudía hacia Valdepeñas, en
Manzanares y en los pueblos vecinos de Membrilla y La Solana no debían
de quedar más que las mujeres y los niños, porque hasta algunos inútiles
viejos acudían a la guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros
también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y
poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano.
Mucho antes de llegar divisamos una gran columna de negro humo que el
viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro
costados.
Apretando el paso, oímos ya cerca del
pueblo prolongado rumor de voces, algunos tiros de fusil, pero no
descargas de artillería. Bien pronto nos fue imposible, seguir por el
arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el
ejemplo de los demás paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por
entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la villa. En esto
vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el
llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales
proporciones que Valdepeñas parecía un inmenso horno…
Al punto comprendimos que el interior
del pueblo se defendía heroicamente y que el plan de los franceses
consistía en apoderarse de los extremos, incendiando todas las casas que
no pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo espantoso indicaba
que alguno de los endebles edificios de adobes había venido al suelo…En
efecto, los franceses, replegando sus caballos en la calzada,
retrocedían hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas el
espectáculo de la población era horroroso… La calle Real, que es la más
grande de aquella villa y, como si dijéramos, la columna vertebral que
sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente
cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte eran
cadáveres, había muchos gravemente heridos, que pugnaban por levantarse;
pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo, volvían a
caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente cubrían el
pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y picos de
hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo conforme
entraba, para no levantarse más.
A la calle se habían arrojado cuantos
objetos mortíferos se creyeron convenientes para hostilizar a los
dragones, y aun después del combate sucaban la arena pequeños arroyos de
agua hirviendo que, mezclada con la sangre, producía sofocante y
horrible vapor. En algunas ventanas vimos cadáveres que pendían medio
cuerpo fuera y apretando aún en sus crispados dedos el trabuco o la
podadera. En el interior de las casas que no eran presas de las llamas,
el espectáculo era más lastimoso, porque no sólo los hombres, sino las
mujeres y los niños, aparecían cosidos a bayonetazos en las cuevas, y a
veces cuando se trataba de entrar en alguna casa a dar auxilio a los
heridos que lo habían menester, era preciso salir a toda prisa,
abandonándoles a su desgraciada suerte, porque el fuego, no saciado con
devorar la habitación cercana, penetraba en aquella con furia
irresistible.
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