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domingo, 28 de abril de 2013

MEMBRILLA

Bailén, de Benito Pérez Galdos  

En octubre-noviembre de 1873, Pérez Galdos finaliza el cuarto libro de la primera serie de los Episodios Nacionales titulado Bailén.
El pueblo donde paramos a eso de las ocho de la mañana era Villarta, y dejando allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aquellos felices tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de la tarde distinguimos a lo lejos una gran polvareda, levantada al parecer por la marcha de un ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a pie en el pueblo para llegar más pronto y saber qué tropas eran aquellas y a dónde iban. 
Allí supimos que eran las de general Ligier-Belair, que iba a auxiliar al destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y derrotado el día anterior por los habitantes de esta villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego, y una vez que los franceses desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a auxiliar a los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido combate. Dormimos en Manzanares y al siguiente día, no encontrando ni cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí se referían.
Transitaban constantemente por el camino paisanos armados con escopetas y garrotes, todos muy decididos, y según la muchedumbre de gente que acudía hacia Valdepeñas, en Manzanares y en los pueblos vecinos de Membrilla y La Solana no debían de quedar más que las mujeres y los niños, porque hasta algunos inútiles viejos acudían a la guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano. Mucho antes de llegar divisamos una gran columna de negro humo que el viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.
Apretando el paso, oímos ya cerca del pueblo prolongado rumor de voces, algunos tiros de fusil, pero no descargas de artillería. Bien pronto nos fue imposible, seguir por el arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la villa. En esto vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones que Valdepeñas parecía un inmenso horno…
Al punto comprendimos que el interior del pueblo se defendía heroicamente y que el plan de los franceses consistía en apoderarse de los extremos, incendiando todas las casas que no pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo espantoso indicaba que alguno de los endebles edificios de adobes había venido al suelo…En efecto, los franceses, replegando sus caballos en la calzada, retrocedían hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas el espectáculo de la población era horroroso… La calle Real, que es la más grande de aquella villa y, como si dijéramos, la columna vertebral que sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte eran cadáveres, había muchos gravemente heridos, que pugnaban por levantarse; pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo, volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente cubrían el pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y picos de hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo conforme entraba, para no levantarse más.
A la calle se habían arrojado cuantos objetos mortíferos se creyeron convenientes para hostilizar a los dragones, y aun después del combate sucaban la arena pequeños arroyos de agua hirviendo que, mezclada con la sangre, producía sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas vimos cadáveres que pendían medio cuerpo fuera y apretando aún en sus crispados dedos el trabuco o la podadera. En el interior de las casas que no eran presas de las llamas, el espectáculo era más lastimoso, porque no sólo los hombres, sino las mujeres y los niños, aparecían cosidos a bayonetazos en las cuevas, y a veces cuando se trataba de entrar en alguna casa a dar auxilio a los heridos que lo habían menester, era preciso salir a toda prisa, abandonándoles a su desgraciada suerte, porque el fuego, no saciado con devorar la habitación cercana, penetraba en aquella con furia irresistible.

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