Subió de noche. Se descalzó,
tanteó los primeros médanos,
azules ahora.
Pequeñas quejas de piedra sangraban las plantas de sus pies
. No sentía las heridas: era demasiado hermosa aquella soledad.
Caminó con el viento a sus espaldas casi volando,
dejando que la última pincelada blanca le tiñera,
cada vez, los pies de invierno.
No sabía a dónde ir:
por suerte el mar era lo suficientemente
basto como para caminarlo hasta quedarse sin piernas,
si quería. Había ido allí a soltar su dolor,
a tentarlo con la belleza oceánica a nadar mar adentro.
Tuvo que alejarse del agua para mirar la luna sin hundirse
. Era amarilla, bastante lánguida.
Era una luna-cuna, perfecta para hacerla dormir.
Ya estaba grande para eso, pero la luna era más grande y más antigua.
Volví la noche siguiente para seguir mirándola.
Lloré por abrazarla. La vi pasar como una sombra, casi sin marcar la arena.
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